Los acontecimientos en Ucrania han
comenzado a desaparecer de las portadas de los medios de comunicación,
pero eso no significa en absoluto que la situación se haya estabilizado.
Por el contrario las noticias son cada vez más inquietantes.
La aparición de movimientos rebeldes en
las zonas Este y Sur del país era algo que se consideraba probable hace
dos meses y medio, cuando las fuerzas rusas ocuparon fácilmente la
Península de Crimea. Pero era difícil esperar un movimiento tan rápido y
virulento. De nuevo la conducción de la crisis por parte de Moscú ha
sorprendido tanto por su velocidad de su ejecución como por la
agresividad en sus formas. Y de nuevo la reacción de Occidente ha ido a
remolque de los acontecimientos, aunque la incesante acumulación de
agravios está llevando a Estados Unidos y a algunos de sus socios
europeos a proponer medidas más enérgicas, que en general no han
superado todavía esa condición de propuesta.
Entender la evolución de la crisis
ucraniana requiere un análisis realista de la estrategia elaborada y
aplicada por el Kremlin, y especialmente de sus objetivos finales, que a
veces resulta fácil confundir. La acumulación de fuerzas militares
rusas en la frontera ucraniana, unida a la previa ocupación militar de
Crimea, se ha interpretado con frecuencia como prueba de que el objetivo
último de Moscú es la invasión de las zonas de mayoría rusa en el Este
del país. La excusa para esta invasión seria la protección de la
población civil en esa región ante una situación de inestabilidad que
Kiev se vería incapaz de controlar.
Sin embargo, esa opción aparece como
demasiado arriesgada y costosa. Integrar a la pequeña Crimea va a
suponer ya un esfuerzo considerable, incrementado por las sanciones
occidentales a las empresas que intenten operar en su territorio.
Absorber el empobrecido Este de Ucrania sería a corto plazo un enorme
lastre económico. Además, incluso para los apáticos estándares
occidentales de respuesta, la entrada abierta de fuerzas rusas en el
Este ucraniano provocaría una ruptura total con Moscú, de consecuencias
negativas para todos, pero especialmente para los intereses rusos.
Un objetivo más realista es mantener la
situación que hasta ahora se ha considerado satisfactoria para Vladimir
Putin y los estrategas del Kremlin, y que puede resumirse en unas pocas
palabras: una Ucrania no alineada con Occidente y que mantenga una
relación privilegiada con Moscú.
Para conseguir ese objetivo Moscú tiene
que deshacerse de los actuales dirigentes de Kiev, que han llegado al
poder precisamente por su radical defensa de todo lo contrario. La
ascensión al poder de un candidato que por convicción o pragmatismo
acepte las condiciones impuestas por el Kremlin sería una situación
final muy satisfactoria. Pero incluso un equilibrio entre fuerzas
políticas, que hiciese imposible un abierto giro de Kiev hacia
Occidente, sería un escenario aceptable.
Así pues, no parece que la intención de
Vladimir Putin sea invadir Ucrania. De hecho no le han faltado excusas
para hacerlo en las últimas semanas, en las que la sangre ha corrido ya
en abundancia en Donetsk y Odessa. Pero parece que la estrategia del
líder ruso se inclina más hacia la desestabilización que hacia la
invasión. El objetivo sería deslegitimar al gobierno de Kiev, crear una
situación de vacío de poder sobre el terreno, y sabotear el normal
desarrollo de las elecciones del 25 de Mayo. Todo ello hasta que pueda
iniciarse un proceso electoral en el que un candidato del agrado del
Moscú sea de nuevo favorito, o hasta que se acepte una descentralización
extrema del estado ucraniano, que lo mantenga bajo una amenaza
permanente de partición si sus dirigentes intentan abandonar la órbita
de Moscú.
Muchos de esos objetivos se han
alcanzado ya en un grado bastante aceptable. Grupos de milicianos
armados han ocupado docenas de edificios oficiales, se han enfrentado
con éxito notable a la policía y las fuerzas armadas ucranianas y han
celebrado un referéndum que, pese a ser claramente una farsa, ha servido
para llenar los titulares de prensa con imágenes de cientos de
ciudadanos esperando su turno para votar.
La reacción de Kiev ha sido a
veces contenida y a veces exagerada, cayendo con frecuencia en las
provocaciones de los milicianos. Con este déficit de coherencia en su
actuación han conseguido aparecer como impotentes ante sus apoyos
políticos más radicales, y como intolerablemente agresivos ante la
población de las regiones rebeldes. Lo más importante, y también lo más
inquietante, es que las actuaciones del actual gobierno ucraniano
demuestran que, fuera de Kiev, carece del grado de control deseable
sobre muchos de los instrumentos del estado, desde las fuerzas armadas
hasta la policía, pasando por las autoridades regionales y locales.
Al contrario que en Crimea, la presencia
de fuerzas militares rusas entre los rebeldes no ha podido confirmarse
de manera categórica. Ciertamente, resulta muy sospechoso que en pocas
semanas una milicia se organice, adquiera un equipamiento tan completo y
alcance una eficacia en combate tan notable sin apoyo exterior. La
sombra de Moscú resulta evidente desde el análisis de los hechos, pero
no resulta tan evidente sobre el terreno. Cabe suponer que elementos de
los servicios de inteligencia o de alguna de las numerosas fuerzas de
operaciones especiales rusas están prestando asesoramiento y apoyo
directo a los rebeldes, pero su actuación ha sido discreta hasta el
momento. Lo que se ha visto es una curiosa, pero no por ello menos
inquietante, mezcla de veteranos de guerra, agitadores profesionales de
oscuro pasado, grupos violentos movilizados por oligarcas locales y una
población que se muestra cada vez más hostil hacia Kiev.
Frente a ellos se han encontrado con
soldados y policías ucranianos visiblemente incómodos con sus órdenes, y
que en los primeros días de la crisis entregaban fácilmente sus armas,
cuando no cambiaban directamente de bando. La ineficacia de las fuerzas
de seguridad convencionales ha llevado a Kiev a utilizar cada vez más a
la guardia nacional, en la que se han alistado militantes con mayor
motivación y también mayor disposición a utilizar la violencia. De
hecho, algunas de sus unidades no se diferencian demasiado de sus
oponentes pro-rusos del otro lado de la barricada.
Se han producido ya secuestros,
ejecuciones y sangrientos enfrentamientos entre civiles armados, como
los que terminaron en masacre en Odessa. Hay helicópteros derribados,
blindados incendiados y docenas de muertos. La autoridad del estado es
ya marginal en las regiones de Donetsk y Luhansk, y dudosa en otras
zonas. Y lo peor es que la cadena de acontecimientos, los hechos y las
imágenes, se parecen cada vez más al inicio de la tragedia de la
desintegración yugoslava a principios de los años 90. Solo que ahora se
trata de un país con el doble de población, y que hace frontera tanto
con la UE como con Rusia.
En este punto surge la duda sobre hasta
qué punto Vladimir Putin controla los acontecimientos que él mismo ha
contribuido decisivamente a desencadenar. La recomendación de Putin a
los rebeldes ucranianos de no celebrar el referéndum del 11 de mayo fue
para algunos un esperanzador signo de distensión, que duró apenas dos
días hasta que el presidente ruso hizo su triunfal aparición en Crimea
en el Día de la Victoria sobre la Alemania nazi. Pero para otros fue
quizás una primera indicación de que Putin no controla del todo lo que
ocurre en el Este de Ucrania. Oligarcas locales y extremistas de diverso
pelaje pudieran ser los que llevan la iniciativa. Un escenario no
demasiado atractivo. En general, la rivalidad geopolítica siempre
resulta menos inquietante que el caos.
Las sanciones económicas han hecho
cierta mella en la economía rusa, aunque más por el clima de inseguridad
propio de la crisis que por las sanciones en sí. Rusia no pasa por su
mejor momento económico y son de sobra conocidos los desequilibrios de
su economía. Pero también tiene puntos fuertes que pasan más
desapercibidos, como una deuda pública de apenas el 14% de su PIB, unas
reservas en divisas de casi medio billón de dólares y unos recursos en
materias primas sin parangón en el resto del mundo.
Resulta evidente que
Rusia venderá cada vez menos gas a la Unión Europea, pero intentará
compensarlo con la inmensa demanda de China, que deberá sustituir el
carbón por el gas y la energía nuclear en las próximas décadas si no
quiere que sus ciudades se ahoguen por la polución. No obstante, para
ello Rusia tendrá que construir gaseoductos que todavía están en
proyecto, y aceptar precios bajos, impuestos por Beijing desde una
cómoda posición de dominio de la demanda.Respecto a la reacción
occidental continúa siendo poco más que simbólica. La OTAN se concentra
en reforzar sus fronteras, intentando disipar los lógicos temores de los
aliados más orientales. La Unión Europea, dividida por los diferentes
intereses de sus miembros, trata desesperadamente de encontrar un punto a
partir del cual se pueda iniciar la desescalada del conflicto. Y
Estados Unidos se ve atenazado tanto por la desgana de involucrarse en
otra crisis europea como por la escasa convicción de sus aliados.
Con
todo, Putin está asumiendo riesgos importantes. Aunque más sólida de lo
que habitualmente se considera, la economía es su principal talón de
Aquiles, y no podría soportar mucho tiempo una acción realmente decidida
de Occidente. Pero probablemente confíe en que esa acción decidida es
muy improbable. Implicaría un daño apreciable a algunas economías
europeas en un momento crítico, y sobre todo a la propia Ucrania, que
depende en gran medida de su relación económica con Rusia. Bloquear la
economía rusa y mantener a flote la ucraniana necesitaría de una unidad
de acción y una disposición al sacrificio que no resulta esperable en la
Europa que conocemos.
En cualquier caso, la soberanía de Kiev
en el Sureste del país se está desintegrando, y el proceso corre el
riesgo de contagiarse a otras regiones. Las elecciones del 25 de mayo se
celebrarán con bastante normalidad en gran parte del territorio
nacional, pero no en Donetsk y Luhansk, donde viven seis millones y
medio de ucranianos, y menos en Crimea donde otros dos millones de
ciudadanos han pasado a depender de la Federación Rusa. El argumento de
que las elecciones carecerán de legitimidad, especialmente en las
regiones rebeldes, está servido. Y los dirigentes de la revuelta de la
Plaza Maidán dejarán probablemente paso a oligarcas como Petro
Poroshenko, más acostumbrados al idioma que se habla en el Kremlin.
La ventaja rusa en la conducción de la
crisis sigue siendo evidente, aunque la evolución sobre el terreno se
hace cada vez más preocupante. Mala sería una situación final en la que
una Europa impotente se resignase a que Ucrania nunca abandone la órbita
de Moscú. Pero aún sería peor la perspectiva de un agujero negro a las
puertas de Europa, apenas controlado por un precario equilibrio entre
extremistas, caciques y criminales. Estados Unidos se juega en esta
crisis su ya debilitado prestigio como superpotencia, pero lo que se
juega Europa es sencillamente su estabilidad futura. Cabría por tanto
esperar algo más de energía y compromiso en la conducción de la crisis.
Por José Luis Calvo Albero
http://www.defensa.com
*José Luis Calvo Albero es Coronel del Ejército de Tierra, Diplomado en Estado Mayor.
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