Los medios militares no parecen los adecuados para atender las
misiones actuales. Hay, además, otras hipotecas: deuda, compromisos
industriales, una plantilla inflada... Y no existe una guía válida para
el futuro.
Sobre polines —es decir, aupados del suelo para intentar frenar su
deterioro— es como se encuentra buena parte de los vehículos militares
españoles, incluyendo los carros Leopard que han perdido hace tiempo su
carácter de arma principal del combate. Como consecuencia del impacto de
la crisis y de decisiones cuestionables en años de bonanza, el sistema
de defensa español hace agua por todas partes, sin que (18 meses después
del arranque del actual Gobierno) dispongamos de una guía válida para
encarar un futuro que se presenta inquietante en términos de amenazas.
Con la afortunada excepción de los decrecientes contingentes
desplegados en el exterior, el resto de las fuerzas armadas se encuentra
en una situación de penuria alarmante. No solo se trata de que el buque
insignia de la armada, el portaaeronaves Príncipe de Asturias (R-11),
esté ya en proceso de desguace —no tanto por su vejez como por la falta
de fondos para adecentarlo—, sino de que el resto de la armada apenas
acumula días de navegación, al igual que los aviones han visto
drásticamente reducidas las horas de vuelo y los vehículos terrestres
carecen de combustible suficiente para mantener su operatividad. Y todo
ello mientras, medido con criterios de la OTAN, dedicamos anualmente a
la defensa unos 13.700 millones de euros (1,3% del PIB español), de los
que bastante más de la mitad se van en gastos de personal.
En estas condiciones —y cuando a la insostenible deuda acumulada por
Defensa (29.495 millones de euros, si se cumpliera el ilusorio plan de
reprogramación anunciado ahora por el Gobierno), se le añade una
previsión de sostenidas rebajas presupuestarias— se impone hacer algo
más que lamentarse y escudriñar de dónde se puede recortar un euro más.
El magro balance de las iniciativas de la OTAN (con su creativa fórmula
de smart defense) y de la UE (con la no menos inefable pooling & sharing),
nos muestra con crudeza que, más allá de las palabras, no se puede
hacer más con menos cuando se cae por debajo de la línea de credibilidad
disuasoria y de capacidades críticas. Nada permite suponer que España
va a lograr por sí sola la cuadratura de un círculo virtuoso que hoy
resulta inalcanzable por una combinación de falta de medios y de
voluntad política para asumir la carga de la defensa. Llegados a ese
punto cabe preguntarse si no sería aconsejable desmantelar por completo
las fuerzas armadas, aprovechando que no existe ninguna amenaza en
fuerza contra el territorio nacional y dedicar a otros menesteres los
recursos que se liberarían.
Actuar así supondría un suicidio garantizado, aunque solo sea porque
el vacío de poder generado dispararía de inmediato apetitos
inconfesables ahí fuera. Es cierto que la seguridad y la defensa deben
entenderse hoy como tareas multidimensionales, de las que las militares
solo son una parte (y no siempre la principal). Pero España no puede
prescindir de unas capacidades militares creíbles, sin las que quedaría
inerme para defender el bienestar y seguridad de los españoles y para
colaborar con otros en la promoción de los valores y principios que nos
definen como sociedades abiertas.
Dicho eso, cuando se repasa la estructura de nuestros ejércitos y los
planes de adquisiciones ya aprobados, se hace cada vez más evidente el
enorme desajuste existente. Buena muestra de ello es que hoy la unidad
de élite (con más y mejores recursos que ninguna otra) sea la Unidad
Militar de Emergencias (UME), diseñada para cumplir tareas que en ningún
caso son parte esencial de la defensa militar (sino de protección
civil). Lo mismo cabe decir de tantos sistemas de armas que terminarán
en el desguace sin haber entrado nunca en acción (como los 300 carros
Leopard) o que han sido encargados pensando más en las guerras del
pasado que en las probables operaciones del futuro (en las que, más que
masivos choques frontales de ejércitos regulares, sobresale la necesidad
de contar con proyección de poder, medios para la guerra asimétrica y
para hacer frente a nuevas amenazas como los ciberataques).
Aunque no existe ningún método objetivo para determinar cuántos
recursos humanos se deben dedicar a los ejércitos, parece claro que los
130.000 que contempla la Ley de Plantillas (83.000 de tropa y marinería y
47.000 entre oficiales y suboficiales) resultan hoy excesivos y
desproporcionados (la pirámide jerárquica está descompuesta y son muchos
los mandos para los que no hay destinos adecuados). La Visión 2025
elaborada por el JEMAD parece apuntar a una reducción de 20.000
efectivos para los próximos 12 años, pero nada nos asegura que baste con
eso para garantizar nuestra defensa con lo que quede entonces. Tampoco
es fácil determinar cuántos carros, buques o cazas necesitamos, pero no
deja de resultar penosa la imagen de un ministro de Defensa que se afana
por colocar a precio de saldo, sea en Indonesia o en Latinoamérica, un
material que ni podemos mantener, ni tirar a la basura.
Los hechos se imponen: España no puede garantizar su propia defensa
en solitario y sus actuales medios militares no parecen los más
adecuados para atender a las misiones que probablemente tengan que
cumplir en el futuro inmediato. Esos mismos hechos reflejan unas
hipotecas de las que muy difícilmente podremos librarnos en años (deuda,
recursos humanos, medios anacrónicos, compromisos industriales…). En
consecuencia, el margen de maniobra es muy reducido y se impone la
apuesta por la multilateralidad —tanto en clave UE y OTAN, como en el
marco bilateral siguiendo el ejemplo franco-británico iniciado en 2010—,
la especialización —ni podemos soñar con una industria de defensa que
cubra todas nuestras necesidades, ni con unos ejércitos que sirvan para
todo— y la priorización —somos una potencia media con dos fachadas
marítimas y una fuerte dependencia energética, de lo que se deduce la
necesidad de contar con una Armada y un Ejército del Aire mucho más
potentes que su Ejército de Tierra—. Y esto debe tener un reflejo
directo en la asignación presupuestaria, trastocando inercias muy
consolidadas (la macrocefalia del Órgano Central, que absorbe casi tanto
como el Ejército de Tierra, que a su vez recibe más que la Armada y el
Ejército del Aire juntos).
Para hacerlo más difícil aún, las organizaciones multilaterales de
seguridad a las que pertenecemos están en horas bajas, lo que refuerza
el equivocado camino de la renacionalización de la seguridad y defensa. A
medio plazo España no tiene, ni va a tener, más medios para su defensa;
por tanto, no cabe más que afinar en la definición de unas capacidades
mínimas que sean realmente operativas. Eso supone contar con un grupo de
combate naval con una mínima proyección de poder (también aérea) en la
totalidad de nuestra ZEE y en el Mediterráneo (con el BPE [L-61] Juan Carlos I
como obligado estandarte). Implica asimismo, consolidar una Fuerza de
Reacción Rápida terrestre (con su componente naval y aéreo de
transporte) sobre la base de las Brigadas Polivalentes de las que ya se
comienza a hablar, y con especial atención a la potenciación de las
unidades de operaciones especiales. Aprovechando la crisis para vencer
las resistencias corporativas, se impone además la necesidad de
desmantelar todos aquellos organismos que no respondan al carácter de
empleo conjunto que debe caracterizar a las fuerzas armadas. Por último,
sin una reserva realmente movilizable (eterna asignatura pendiente de
todos los planes de defensa), no será posible sostener esfuerzo alguno.
El envío de un simple avión de transporte a Malí (más 50 militares
entre instructores y personal de protección) es una señal de que algo va
mal, muy mal. Podemos aceptar pasivamente que ese es nuestro peso y
capacidad para atender a amenazas que nos afectan muy directamente,
añadir los deportes a la cartera de Defensa (como hace Austria) para
engordar así nuestro patriotismo con los triunfos de nuestros
deportistas o encarar con seriedad la tarea de dotarnos de medios para
garantizar nuestra estabilidad estructural. ¿En qué estamos?
Jesús A. Núñez Villaverde
Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).
http://elpais.com
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