La invencibilidad del soldado ha sido uno de
las fantasías bélicas más constantes de todos los tiempos, un soldado
invulnerable que venza y nunca deje de combatir.
Hay
quienes piensan que la guerra es una condición casi natural del género
humano, imposible de extirpar de nuestro atávico comportamiento en
colectividad. Esto, en combinación con otros factores culturales y
económicos, ha hecho de la industria bélica no solo una de las más
rentables en casi cualquier época, sino también una especie de ubicuo
laboratorio en el que se experimenta, paradójicamente, menos con el fin
de terminar de una vez por todas con la guerra que de continuarla
perpetuamente: vencer, sí, pero nunca dejar de combatir.
Quizá por esto uno de los sueños más
largamente acariciados en la historia de la guerra ha sido el soldado
invencible, el soldado ante el cual todo enemigo vacilaría porque todo
enemigo se sabría derrotado. De Aquiles al Capitán América, la
ambicionada invulnerabilidad ha suscitado las más diversas invenciones e
investigaciones en campos tan diversos como la mecánica, la medicina,
la física o, más recientemente, la neurociencia.
De acuerdo con Michael Hanlon, actual editor de la sección de ciencia en The Daily Mail,
el Pentágono destina aproximadamente 400 millones de dólares anuales en
“mejorar” al soldado humano y no solo por medio de técnicas que
podríamos considerar habituales —por ejemplo, modernizando el armamento o
con nuevos e impresionantes equipos que adopten las tecnologías más
avanzadas— sino también, en los últimos años, intentando entender cómo
funciona el cerebro del soldado, qué son, desde el punto de vista
neurocientífico, el dolor, el terror, la fatiga. Comprender todo esto
para idear también la manera de reducirlo o evitarlo completamente.
Y es que es un tanto peculiar (por decir
lo menos) que el último ámbito en el que quizá se implementen los
adelantos de la robótica sea en la guerra. Quizá, en el futuro, habrá
robots humanoides que asistan en las tareas domésticas, que cumplan
trabajos sencillos, que manejen el automóvil en el trayecto diario que
va de la casa a la oficina, y aun así serán seres humanos quienes se
maten unos a otros en el campo de batalla.
De ahí el interés de las altas
autoridades militares estadounidenses por trazar un mapa fidedigno de
las emociones, los pensamientos, las pesadillas que asaltan al soldado
mientras se encuentra en el frente. Saber, por ejemplo, cómo entrenar
soldados menos propensos al sueño y la fatiga, siempre alertas y lúcidos
para operar las precisas y complejas armas que se fabrican hoy en día.
Sin embargo, mientras la neurociencia no
esté lo suficientemente perfeccionada como para proporcionar estas
respuestas, una de las pocas alternativas al alcance para conseguir un
sucedáneo del soldado invencible está en las drogas. Las drogas que,
casi también desde siempre, han significado una diferencia —a veces
decisiva— entre la superioridad o la inferioridad de un ejército.
Dos siglos atrás,
los soldados prusianos utilizaron cocaína para mantenerse alertas y los
guerreros incas usaron coca para estar alertas mucho antes de eso. Desde
entonces, la nicotina, las anfetaminas, la cafeína y una nueva clase de
estimulantes que incluyen la droga Modafinil se han utilizado,
exitosamente, en vista de que ahora los soldados estadounidenses pueden
actuar normalmente incluso después de 48 horas sin dormir. Ahora los
químicos están tratando de modificar la estructura molecular de esta
droga para que desactive el deseo de dormir incluso por más tiempo.
Por otro lado, otras circunstancias de
salud mucho más severas como el desorden de estrés post-traumático —del
que la medicina ha aprendido tanto gracias a la Segunda guerra mundial y
la Guerra de Vietnam— se tratan ahora con una combinación de terapia
psicológica y fuertes dosis de antidepresivos, aunque se han buscado
también los medios para borrar de la memoria de los soldados recuerdos
sumamente dolorosos que les impiden tanto volver a empuñar un arma como
vivir el resto de sus días en relativa tranquilidad.
Sin embargo, todo esto pertenece en
cierta forma al soldado presente, el que ya existe y combate, el que
ahora mismo está embarcado en una empresa bélica de la que unos cuantos
esperan sacar algún tipo de provechos. ¿Qué pasa entonces con el soldado
del futuro? ¿Hay otras investigaciones no para mejorar, sino para crear
una nueva versión totalmente distinta a la de generaciones anteriores?
Ese parece ser el cometido de los
estudios que se realizan en torno a la estimulación magnética
transcraneal (EMT), la cual, aunque no se conocen a fondo sus efectos en
el cerebro humano, pudiera detonar capacidades inéditas de aprendizaje
en una persona cualquiera.
Según Allan Snyder, director del Centro
para la Mente de la Universidad de Australia, la EMT podría apagar los
altos niveles del procesamiento mental que normalmente nublan nuestros
pensamientos, dando lugar a formas más puras de razonamiento.
Y quizá, si esto deriva en algún tipo de
dispositivo de aprendizaje instantáneo, este no sería muy distinto al
que se propuso en Matrix, en donde los personajes aprendían
artes marciales, a conducir un helicóptero o cualquier otro conocimiento
con solo descargar la información de un disco en su mente.
Pero, como bien dice Michael Hanlon,
“parece claro que si quieres crear un hombre sin escrúpulos, que sienta
poco dolor y nada de miedo, tendrías una excelente máquina de guerra,
pero quizá este sería uno de los ejemplos en que hay que tener cuidado
en lo que se desea”. Y concluye:
Quítenles su
humanidad a los soldados y ahí hay un peligro de que las batallas y las
guerras que peleemos se vuelvan inhumanas también.
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