Un piloto controla desde la base militar de Hancock, en EE UU, un 'drone'. / HEATHER AINSWORTH (THE NEW YORK TIMES)
Desde una base militar en Siracusa, a 380 kilómetros al norte de Nueva York, el coronel D. Scott Brenton controla el vuelo de un drone
 sobre Afganistán. La aeronave transmite en directo la vida de 
insurgentes talibanes, su objetivo a 11.200 kilómetros de distancia. Él y
 su equipo pueden observar a una familia durante semanas. “Madres con 
niños. Padres con niños. Padres con madres. Niños jugando al fútbol”, 
cuenta. Cuando llega la orden, y dispara y mata a un miliciano —lo que 
solamente hace, comenta, cuando las mujeres y los niños no están cerca— 
un escalofrío recorre su nuca, como le ocurría cuando disparaba a un 
objetivo desde los F-16 que solía tripular.
Los drones han revolucionado el modo en que Estados Unidos 
hace la guerra. Y también han cambiado profundamente la vida de quienes 
las libran.
El coronel Brenton reconoce la singularidad de atacar, sin más equipo
 que un mando, unas pantallas y un pedal, en un frente a miles de 
kilómetros de su silla acolchada en un suburbio en Estados Unidos. 
Cuenta que en Irak, donde estuvo destinado, “aterrizabas y quienes te 
rodeaban sabían qué había pasado”. Ahora sale de este cuarto lleno de 
pantallas, aún con la adrenalina tras haber apretado el gatillo, y 
conduce rumbo a su casa, para ayudar a sus hijos con los deberes. Pero 
siempre solo.“Nadie en mi círculo más cercano es consciente de lo que ha
 pasado”, dice.
Los drones tienen potentes cámaras que transmiten la guerra en directo a sus pilotos. Los militares que controlan los drones
 hablan con entusiasmo de los días buenos, como cuando pueden alertar a 
una patrulla terrestre en Afganistán de una emboscada. Para los días 
malos, la Fuerza Aérea envía médicos y capellanes a las bases para 
hablar con los pilotos y operadores cuando un niño muere en un ataque, o
 cuando las imágenes muestran un primer plano de un marine caído en combate.
La minuciosa vigilancia que precede a un ataque recuerda a la película La vida de los otros:
 la historia de un agente de la Stasi, la policía secreta de la RDA, que
 acaba absorto en la vida de las personas que espía. Un piloto de un drone
 y su compañero, un operador que controla la cámara de la nave, observan
 a un miliciano mientras juega con sus hijos, habla con su esposa y 
visita a sus vecinos. Ejecutan el ataque cuando, por ejemplo, su familia
 ha ido al mercado.
“Ven todos los detalles de la vida de este tipo”, comenta el coronel 
Hernando Ortega, el jefe de Medicina Aeronáutica en el Mando de 
Formación y Educación Aérea, que colaboró en un estudio sobre el estrés 
en las tripulaciones de los drones, realizado el año pasado. “Se pueden identificar hasta cierto punto".
De una docena de pilotos, operadores y analistas aeronáuticos 
entrevistados, ninguno reconoció que el rastro de sangre causado por las
 bombas y los misiles les impidiera dormir. Pero todos hablaron de la 
intimidad que habían establecido con las familias afganas que habían 
observado durante semanas, cuyas vidas desconocen el piloto que vuela a 
6.000 kilómetros de distancia o incluso el soldado que está en el 
terreno.
“Los ves levantarse por la mañana, trabajar y luego irse a dormir”, describe Dave, un mayor de la Fuerza Aérea que pilotó drones
 entre 2007 y 2009 desde la base de Creech (Nevada) y ahora entrena a 
nuevos pilotos en la base de Holloman, en Nuevo México. (Bajo el 
argumento de que han recibido “amenazas creíbles”, la Fuerza Aérea 
prohíbe a los pilotos de drones dar sus apellidos. Solo los 
comandantes de la base, como el coronel Brenton, usan sus nombres 
completos con la prensa). “Hay una muy buena razón para matar a estas 
personas. Me lo repito una y otra y otra vez”, afirma Will, otro 
oficial. “Pero nunca te olvidas de lo que ha ocurrido”.
La Fuerza Aérea cuenta con más de 1.300 pilotos de drones 
repartidos en 13 bases en Estados Unidos. Según fuentes militares 
necesita, por lo menos, unos 300 más. La mayoría de las misiones son en 
Afganistán. (Las cifras no incluyen las misiones clasificadas de la CIA 
en Pakistán, Somalia y Yemen). El Pentágono calcula que para 2015, la 
Fuerza Aérea deberá contar con 2.000. El Ejército entrena ya más pilotos
 para drones que tradicionales: 350 el año pasado. Anteriormente, las tripulaciones de drones
 superaban el entrenamiento para volar un avión de combate tradicional. A
 partir de este año, los pilotos solo pasan 40 horas a bordo de un 
Cessna antes de aprender a manejar un drone. El jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea, el general Norton A. Schwartz, reconoció que es “posible” que los pilotos de drones superen a los tradicionales en los próximos años. Cada vez más bases dejan los aviones tradicionales para volar drones y satisfacer la demanda. Hancock retiró sus F-16 en 2010.
“Creo que hago el mismo trabajo de siempre. La única diferencia es 
que no me envían a otro país a hacerlo”, comenta el coronel Brenton. 
Todos los pilotos de la base rechazan que su trabajo sea un videojuego. 
“No tengo ningún videojuego que requiera que permanezca inmóvil durante 
seis horas observando solamente a un objetivo”, dice Joshua, un 
operador. “Las tripulaciones son conscientes de que las decisiones que 
toman, sean buenas o malas, tienen consecuencias reales”, añade. También
 evitan la palabra drone. Prefieren llamarlos “aviones pilotados a distancia”.
Todos los pilotos que han tripulado naves de combate afirman que 
echan de menos volar. El coronel Brenton participó en mayo pasado en un 
espectáculo aéreo en Siracusa. Cuenta que los fines de semana suele 
pilotar un pequeño avión de hélices, al que bautizó como “El 
Matamoscas”. “Es agradable estar en el aire”, afirma.
ELISABETH BUMILLER (NYT) 
Base militar de Hancock 
elpais.com








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