El pasado 7 de octubre, en el marco del 
progresivo repliegue español en Afganistán, la Unidad de Helicópteros 
del Ejército de Tierra (ASPUHEL) y el destacamento del Ejército del Aire
 de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (HELISAF) 
concluían su misión, tras más de ocho años y un encomiable balance. En 
el recuerdo están los cinco tripulantes de ASPUHEL y doce pasajeros de 
la Brigada de Infantería Ligera Aerotransportable que, el 16 de agosto 
de 2005, morían al estrellarse en las proximidades de Herat el 
helicóptero Cougar en que viajaban. 
En medio de los continuos recortes 
presupuestarios que en España han empujado a la protesta masiva a 
decenas de colectivos, desde médicos, a científicos, funcionarios y un 
largo etcétera, hay que quitarse el sombrero ante los miembros de las 
Fuerzas Armadas. Asumiendo que llevan la abnegación cosida en el 
uniforme, solo se espera de ellos el cumplimiento del trabajo sin una 
queja pública, ni un pero, se les recorte lo que se les recorte. Marchan
 donde se les dice, con lo que se les da, cumplen impecablemente su 
obligación y retornan cuando toca. Así de sencillo y así de poco común.
La misión de la HELISAF ha permitido 
evacuar a más de 1.000 personas, salvando con ello cientos de vidas, 
entre ellas las de muchos miembros de las Fuerzas Armadas y los cuerpos 
de seguridad afganos, además de personal civil. En la hora de la 
inevitable retirada, cabe preguntarse qué deparará el futuro a quienes 
se verán privados de esta labor y demás ayudas, en un país que está muy 
lejos aún de disponer de las estructuras y servicios más elementales.
España cuenta hoy con poco más de 300 
efectivos en Afganistán. Según el ministro de Defensa, Pedro Morenés, el
 país se habría comprometido a permanecer a partir de 2015 en Herat al 
frente de la Base y del hospital militar Role-2. No obstante, y 
definiendo a Estados Unidos como el poder armonizador de la presencia de
 la ISAF, el titular de la cartera reconoce que la futura implicación de
 España está sujeta a los acuerdos que Washington alcance  con el 
Gobierno afgano.
Detrás de cada retirada, en el momento 
del punto y final de cada misión, y Libia es otro buen ejemplo, se oye 
insistentemente el argumento de la capacitación alcanzada por las 
autoridades locales para asumir  la autogestión sin ayuda externa, al 
menos en lo que a presencia física en el propio territorio de elementos 
foráneos se refiere, y la obligación de los gobiernos, instaurados con 
calzador en ocasiones, de tomar las riendas.
Son palabras que encierran muchas veces 
más una voluntad que la triste realidad. Se entró en Afganistán para 
combatir a un enemigo, el terrorismo yihadista, que hoy no tiene ni 
patria, ni fronteras, y sí decenas de brazos, siglas y filiales 
geográficamente dispersas, que dificultan enormemente su aniquilación, 
lo que obviamente ya no pasa por el clásico método de la invasión. La 
gran estrategia global para hacer frente a una amenaza que ha mudado de 
rostro y esquemas con los años sigue siendo una tarea pendiente para 
quienes, sin dudarlo, se embarcaron en la operación afgana.
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