No tiene sentido discutir sobre quién es culpable y quién inocente.
Los límites de la guerra seguirán ampliándose siempre que alguien
encuentre una justificación para la muerte de unas u otras personas.
No entiendo por qué los rusos traspasan la
frontera para luchar en un estado extranjero. No entiendo por qué la artillería
ucraniana abre fuego contra ciudades pacíficas. No entiendo por qué en todo el
mundo, incluido mi país, la gente no sale a la calle para protestar contra la
guerra. Por qué la sociedad civil rusa no exige el cierre de la frontera y que
se impida el paso de ‘milicianos’; por qué esa misma sociedad en Ucrania no
exige que se detengan los bombardeos de ciudades con población civil.
No entiendo esta guerra y no la quiero
entender. No tengo ningún deseo de demostrar a nadie quién es culpable y quién
inocente. He dejado de tomar parte en ese tipo de debates en las reces
sociales. Enfrascarte en una discusión te obliga a posicionarte de uno u otro
lado.
Somos así: si estamos convencidos de que
tenemos razón primero intentamos probarlo y después tratamos de justificar las
muertes, el dolor y el sufrimiento ajeno. Que se derriba un avión y decenas de
mujeres y niños quedan viudas o huérfanos: “los ucranianos tienen la culpa, se
dedican a disparar en ciudades con población civil por toda la república
separatista. Pues ahí tienen su respuesta”.
Que se abre fuego con artillería pesada en una
ciudad, las calles se llenan de cadáveres y mujeres gritando: “la culpa la
tienen los ‘terroristas y separatistas’, los ucranianos solo están tratando de
restablecer el orden”. Y si a alguien se le ocurre decir “deteneos, tened
compasión del dolor ajeno”, con toda seguridad se le preguntará de parte de qué
‘régimen sanguinario’ está: del ucraniano o del ruso.
En la guerra no hay culpables o inocentes. Los
militares ucranianos que murieron en el avión derribado estaban cumpliendo una
orden, nadie sabe lo que pensaban o si realmente querían luchar en el frente.
Sus mujeres e hijos, que ya no volverán a ver a sus esposos o padres, son
víctimas de esta guerra.
Los vecinos de las ciudades contra las que se
está abriendo fuego son víctimas de esta guerra. Cada vez hay más víctimas; la
guerra se extiende, atrayendo a sus filas más y más participantes. Un ruso que
se siente obligado a ayudar a los rusos de la región de Donbass, deja a su
familia, su casa, su trabajo y se marcha, probablemente sin saber siquiera si
llegará a su destino.
Una mujer de Lugansk que deja a su bebé con
sus padres y se coloca el uniforme militar para defender a la patria de los
partidarios de Bandera. Un corpulento alférez reza en un bosque a las afueras
de una ciudad ucraniana mientras disparan a su alrededor, alguien lo graba todo
con el teléfono y el miedo de esa persona se puede sentir desde el otro lado de
la cámara.
Los muertos del Maidán, los de la Casa Sindical de Odesa. Y miles de
vecinos de ciudades ucranianas que no saben si habrá un mañana para ellos.
Todos ellos son víctimas de la guerra.
La guerra nos acecha; cuando la justificamos y
defendemos a uno u otro bando ya estamos participando en ella. Mientras
tratamos de demostrar rabiosos en las redes sociales quién es culpable y quién
inocente no nos damos cuenta de que también nosotros nos hemos convertido en
víctimas.
Creíamos que al sureste del país vecino guerrearían un poco y
enseguida todo esto acabaría; que nosotros nos limitaríamos a observar lo que
ocurre y a debatir sobre ello, sacaríamos conclusiones y seguiríamos adelante.
Pero el barco está a la deriva y cada vez resulta más difícil detenerlo. Y
detenerlo es imprescindible, porque viene directamente hacia nosotros.
El Boeing abatido es la respuesta a si nosotros tenemos alguna implicación en la guerra o no.
Todos y cada uno de nosotros estamos implicados; tarde o temprano podría recaer
sobre cualquiera. Cuando los moscovitas llevaron a la embajada de Holanda en
Moscú flores con las palabras “perdonadnos”, una tormenta de emociones estalló
las redes sociales. Algunos se preguntaban por qué se acusaba a Rusia si aún no
se ha demostrado quién derribó el Boeing.
Otros aplaudían la iniciativa, que reconocía
la culpabilidad de Rusia. Incluso en una situación como esta se ha intentado
culpar, justificar y, en definitiva, utilizar la tragedia para defender una u otra posición. Solo algún que otro moscovita pidió
disculpas independientemente de los motivos, porque él estaba vivo y los que
volaban en el avión ya no.
La comunidad internacional, que durante décadas
ha estado elaborando mecanismos para la prevención de conflictos y para su
rápida resolución, hoy no puede hacer nada para detener las guerras. Las de de
Irak, Afganistán y Ucrania son una muestra de que en realidad la humanidad no
hace mucho por prevenirlas ni detenerlas. Se puede poner nombre a los culpables
—Rusia, Estados Unidos, Milošević, Sadam Husein, Dzhojar Dudáyev—, pero solo
será culpable para uno de los bandos.
La justicia se acaba allí donde se empuñan las
armas. Cuando una persona levanta un arma ya no importa cuáles son sus razones.
Pueden que sea una bueno, pero tarde o temprano se encontrará a sí mismo en el
lado del mal. Recuerdo una película en la que el protagonista, un sacerdote,
decía: “Está escrito en la Biblia: no matarás. Y estas palabras no llevan
ninguna nota a pie de página que limite este precepto a una u otra situación.
Simplemente no matarás, eso es todo”.
Solo la buena voluntad puede oponerse al mal.
Ayudar a los desplazados, a todo aquel que necesite ayuda con dinero, ropa o
una oración: cada uno con lo que pueda. No ver la televisión, no discutir en
las redes sociales ofendiendo y humillando a otras personas, no convertirse en
un arma más de esta guerra. Dicen que de momento hay más bien que mal, que el
mal no ha alcanzado un punto crítico y el mundo no está perdido. Si se pierde,
no habrá un único culpable, lo seremos todos.
Dibujado por Natalia Mijáilenko
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